Julio Rubio puso en marcha hace nueve años un proyecto para alejar a los chavales de las
peleas, de las drogas y de los conflictos en el vecindario de la
UVA. La
Comunidad de Madrid pretende ahora cobrarles un alquiler que ellos no pueden
pagar.
Nada parece indicar que ahí en medio haya una suerte de
barracones que resisten como pueden en pie desde hace
medio siglo. Flanqueados por pisos de barrio, parques repletos de niños que juegan a la salida del colegio, una parada de Metro y hasta un
Mercadona.
A sólo unos metros, bajando por una cuesta, la
UVA se te echa a la cara de sopetón. Una calle de un solo sentido repleta de coches y algunas fotografías de
Camarón de la Isla. Todo presidido por una torre de ladrillo visto de gran envergadura que lanza proclamas como “Venid a mí” y “Yo os aliviaré” junto a una imagen de
Jesucristo.
Abajo, unos niños que juegan a la pelota interrumpen:
-¿Qué buscáis?
-La escuela de boxeo.
-Es ahí, a la izquierda.
A la izquierda, bajo
la torre, al final de lo que parece un callejón con algún carrito de bebé y un triciclo en forma de moto, se ilumina entre la oscuridad un
mural azul en la pared que anuncia que es el
Espacio Asociativo del barrio. Dentro, la
escuela de boxeo, que saca de la calle durante varias horas a una veintena de chavales.
Varios de ellos aguardan en la puerta.
Julio Rubio, el coordinador del proyecto
Hortaleza Boxing Crew y una de las almas del barrio, está sentado en la puerta, como pasando lista.
“Normalmente, los que están más deteriorados y
jodidos por su situación, vienen sólo un día o dos”. A veces, sólo se asoman y se marchan de inmediato. “Yo trato de contactar con ellos y les digo que me llamen con cualquier problema. A lo mejor te llaman cuando ya están en comisaría o les ocurre algo gordo. Y ahí el
boxeo ya no tiene sentido. Entonces, yo me adapto a las necesidades de los chavales y les intento ayudar. El boxeo es sólo una excusa, no quiero convertir esto en un gimnasio”, explica Rubio, de treinta y ocho años y educador social de la
Fundación Raíces.
El pasado año, más de dos mil hogares vivían con menos de seiscientos euros al mes en el distrito de
Hortaleza, según un estudio publicado por la
Asamblea 15-M del barrio. De ellos, apenas medio millar recibe la
Renta Mínima de Inserción.
La UVA (Unidad Vecinal de Absorción) es hoy una parcela en mitad de un barrio que ha crecido muchísimo desde que Franco se trajera aquí a un millar de personas del entonces extrarradio de Madrid para levantar la M-30. La solución, que iba a ser temporal, ha acabado por eternizarse: unos han sido
realojados, otros están a la espera, otros no quieren.
“Pues yo no quiero que nos realojen”, opina
Cholo, de veinte años. Lo llaman así porque es seguidor del entrenador del
Atlético de Madrid y del equipo. Su nombre es
Christian, vive en las casas bajas de la UVA desde siempre y compagina su afición por el boxeo con un módulo de carrocería por las mañanas. Cuando toca, también es feriante.
“Hoy no debería estar aquí”, le dice a su hermana, que curiosea con varios amigos desde la entrada. El jueves tiene una pelea
amateur en Vallecas y tendría que estar descansando. En vez de eso, enfundado en una sudadera gris como las zapatillas, con un pantalón largo de
chándal azul y con un arete en la nariz, está saltando a la comba y practicando
crochets con uno de los monitores. “Si pudiera, me gustaría dedicarme al boxeo”, cuenta el que parece alumno aventajado.
Cholo entrena con uno de los monitores en la escuela.
La mayoría quienes acuden al proyecto son de
Hortaleza o de la UVA. Aunque hay sorpresas. De vez en cuando, también se descuelgan algunos que estudian en el Liceo Francés, a pocos kilómetros de la zona. “El barrio no es tan complicado. Hay chavales de clase media alta que están peor que nosotros. Además, ellos tienen acceso al dinero, y, por lo tanto, a las drogas. En nuestro
barrio, el niño que está destrozado encuentra un apoyo, una
solidaridad obrera. En la clase alta, se encuentra con la frialdad del dinero y con una carencia de
valores humanos tremenda. Aquí han venido chavales de clase alta muy destrozados que han encontrado algo que no tenían en sus barrios”, razona Julio.
Desde hace nueve años, sólo ha aplicado lo que él vivió en sus carnes siendo adolescente en
Hortaleza. “Con quince, estaba muy mal, muy jodido. Con las
drogas, al principio era jijijuju, pero luego dices: Hostias, que esto se nos está yendo de las manos”. Tenía “líos” en casa y en la calle. “Llegaba al instituto hecho polvo y lo primero que me preguntaban los profesores es si traía los deberes. La de Lengua entendía a Lorca pero carecía de sensibilidad humana conmigo, mientras que mi
entrenador de boxeo, que era un bruto, me decía: ¿Qué te pasa? Te veo con mala cara”. Desde entonces, Rubio quiso ser ese, el que ayudara a los chavales con problemas, el que les dijera: “¿Qué te pasa? Te veo con mala cara, vamos fuera a hablar”.
La escuela es el diván del psicólogo, la terapia que muchos en el barrio necesitan. “Cuando empiezan a boxear en serio, se dan cuenta de que tienen que controlar su ira, porque si no, boxean mal. Entonces, van saliendo de los problemas, se pelean menos en la calle. Aquí encuentran un ambiente que no hallan fuera. Les hacemos ver que nos importan”.
Salvó a
Manu, por ejemplo, de las
refriegas callejeras y de volver a intentar suicidarse, como hace un año. Entonces, perdió su trabajo y su novia lo dejó. Intentó, primero, cortarse las venas; después, ingirió dieciséis pastillas de Lorazepam que lo llevaron al hospital durante una semana. Con veinticuatro años y con depresión, acudió al psicólogo, pero nada lo curó mejor que Julio y su proyecto. “Cuando estoy aquí y le pego a los sacos, se me pasan los problemas y las frustraciones. Luego, llego a casa relajado, ceno, echo una play o veo
The Walking Dead y me voy a dormir. Pero aún me cuesta conciliar el sueño”.
Ahora ha rehecho su vida. Ha vuelto a trabajar y tiene
otra novia. “La gente en la escuela suele decir: Lo que pegas aquí no lo pegas en la calle”.
Manu no reside en la
UVA. Es el veterano de los pacientes de Julio y se nota por cómo intenta que los más adolescentes no se metan en líos y se lleven bien entre ellos. Les aconseja sobre boxeo y sobre la vida en una sala rectangular de no más de setenta y
cinco metros cuadrados que varios días a la semana es un hervidero de sudor, risas, frustración y emociones. La música tan pronto puede ser reggaeton como la banda sonora de
Rocky. Las paredes son blancas, y en la de la derecha hay un mural de
Borja Valcarce, un activista muy querido en el vecindario que murió recientemente tras una larga enfermedad. También hay a ambos lados dos bancos de madera alargados que nadie usa, unas colchonetas verdes apiladas en una esquina y dos
frigoríficos. En el centro, un gran saco de boxeo rojo y negro. Al fondo, tras una mesa, un pequeño cuadro con la imagen en blanco y negro de
Luis Javier Benavides, uno de los abogados laboralistas asesinados en el despacho de
Atocha en 1977. Fue uno de los pioneros de las asociaciones vecinales de la época en
Hortaleza.
De vez en cuando, Julio, que da las clases junto a otro monitor, se escapa precipitadamente del habitáculo buscando a algún curioso en la puerta, tratando de acercarse a él, de llevarlo a su terreno. “A ti no te he visto nunca, ¿no? ¿Por qué no vienes un día?”, le pregunta a una joven que está con su amiga esperando a
Cholo. No parecen muy por la labor.
Alexandra, la más veterana de las chicas.
En la
escuela no abundan las chicas. Hoy hay dos y habitualmente son cuatro. La que más tiempo lleva –seis meses- es
Alexandra. Tiene quince años, estudia cuarto de ESO y es muy risueña. Parece tener las cosas muy claras. Como que pretende estudiar
Diseño de Arte cuando acabe
Bachillerato,. Sólo lleva un año y medio en Hortaleza, tras pasar por otros distritos y llegar hace una década de
Rumanía con su familia, pero tiene muy clara la situación. “La escuela consigue que los chavales estén aquí y no en las calles, metiéndose algunos en problemas”.
Ella, que luce camiseta azul oscura del
Atlético de Madrid –“Aquí la mayoría somos colchoneros”, dice-, mallas negras, zapatillas rosas y media melena rubia recogida en una coleta, sólo acudió para hacer deporte. “
La UVA tiene zonas
buenas y malas. Muchos vienen aquí a olvidarse de sus preocupaciones, a evitarlas”.
Por eso no comprenden, ni
Alexandra ni nadie en el barrio, que la
Comunidad de Madrid quiera cobrarles un alquiler. La institución que dirige
Cristina Cifuentes busca realojarlos en otro lugar a cambio de una cuota de unos quinientos euros.
Rubio defiende que él y otros están llevando a cabo una labor de
inclusión de jóvenes que tendría que estar acometiendo la Comunidad y que, encima, quieren
cobrarles por ello.
“Ellos no entienden que se hagan cosas
sin dinero. Cuando tú te sales del mercado, la gente se queda descolocada. Creo que lo que desean es destruir los movimientos vecinales. Cada vez está más claro que la Comunidad no quiere trabajar con estos chavales. Pretenden que paguemos un
alquiler que no podemos asumir, y al mismo tiempo que pidamos subvenciones para que nos controlen. Y nosotros no queremos. Los vecinos hacemos lo que nos da la gana, no lo que ellos digan”, sostiene el
educador social.
Denuncia la falta de espacios para la juventud, sobre todo en
Hortaleza. “Hace unos años, murió atropellada por un tren una chiquilla en las vías donde hacían
botellón, porque era el único espacio donde la
Policía los dejaba en paz".
Las excursiones que organizan o el material de la escuela lo financian en gran medida
gracias al dinero recaudado con la
venta del libro que Rubio escribió, Decimocuarto asalto. Los que pueden pagan una cuota de
dieciocho euros anuales. “Pero, claro, hay muy poca gente que pueda”.
“Es el
Estado el que debería ocuparse; me parece una vergüenza”,
opina Alexandra. “El nuevo local sigue estando en hormigón, sin luz, sin suelo y sin nada. Hace tres meses nos dijeron que nos cambiaríamos y así seguimos”,
cuenta Julio. “Ellos quieren negociar con un local sin reformar y nosotros queremos encerrarnos aquí. Vamos a resistir hasta el
final”.